La Malinche

La figura de La Malinche, también conocida como Malintzin o Doña Marina, es una de las más complejas, polémicas y simbólicas del imaginario mexicano. Intérprete, consejera y mediadora entre Hernán Cortés y los pueblos indígenas durante la conquista del imperio mexica, su historia ha sido objeto de múltiples interpretaciones, desde las crónicas del siglo XVI hasta las narrativas contemporáneas. Su imagen ha oscilado entre la traidora y la víctima, entre la madre del mestizaje y la mujer colonizada, dando lugar a un campo simbólico en disputa. Este ensayo explora la representación de Malintzin desde su aparición en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, hasta su resignificación en el cuento La culpa es de los tlaxcaltecas de Elena Garro, con el fin de analizar cómo se transforma su figura a partir de distintas agendas históricas, políticas y literarias.
Uno de los primeros testimonios escritos sobre Malintzin se encuentra en el Capítulo XXXVII de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1632), escrita por Bernal Díaz del Castillo, soldado que participó en la expedición de Hernán Cortés. En dicho capítulo, titulado “Cómo doña Marina era cacica e hija de grandes señores y señora de pueblos y vasallos, y de la manera que fue traída a Tabasco”, Bernal traza una semblanza que contrasta con la imagen peyorativa que más tarde se le atribuiría. La presenta como una mujer de linaje noble, vendida por sus familiares tras la muerte de su padre y convertida en esclava antes de ser entregada a los españoles.
Díaz del Castillo le reconoce una importancia crucial como intérprete entre Cortés y los pueblos indígenas: “sin ella no podíamos entender la lengua de la Nueva España”. En su relato, Doña Marina aparece como una figura leal, inteligente y necesaria, a la que incluso se le otorga un tratamiento respetuoso —al llamarla "Doña Marina"— que no se extiende a otras mujeres indígenas. No obstante, el texto la enmarca dentro de la lógica colonial: su inteligencia es útil solo en función de la empresa conquistadora. Su subjetividad es secundaria; no se le concede voz propia.
El relato de Bernal, aunque valioso como documento histórico, opera bajo una visión eurocéntrica que legitima la dominación española y encierra a Malintzin en el papel de colaboradora útil. Sin embargo, a diferencia de las visiones nacionalistas posteriores, no la señala como traidora. Su figura está aún libre del peso simbólico que adquirirá siglos más tarde.
La construcción moderna de La Malinche como traidora no puede comprenderse sin considerar el peso del ensayo “Los hijos de la Malinche”, incluido en El laberinto de la soledad (1950), donde Octavio Paz elabora una reflexión existencial, política y cultural sobre la identidad mexicana. En este texto, Paz vincula el origen del mestizaje con una escena de violación simbólica: la unión forzada entre la Malinche y Hernán Cortés. Paz describe esta relación como un acto fundacional traumático: “La Chingada es la Madre que ha sufrido [...] la Malinche aparece como la traidora, la que entrega su cuerpo y su lengua al extranjero. Cortés la posee, la hace suya, y en ese acto violento nace el nuevo pueblo, el mestizo, el mexicano” (Paz, 1950, p. 86). Desde esta perspectiva, la colaboración de doña Marina con los españoles no se percibe como una estrategia de supervivencia o negociación, sino como una ruptura simbólica con el pasado indígena, una entrega irreversible al poder extranjero. Para Paz, el mexicano moderno es hijo de esa herida: una identidad escindida, que se avergüenza de sus orígenes y reprime su herencia indígena bajo una máscara de negación.
Este momento fundacional descrito por Paz produce lo que él llama una “idiosincrasia mexicana basada en la ruptura y negación del pasado”. La Malinche se convierte así en un mito maternal negativo: la madre que no protegió, sino que se entregó. Su figura deja de ser histórica para convertirse en el símbolo de la chingada, es decir, de la mujer vencida, del cuerpo colonizado, del origen vergonzante. Esta interpretación, profundamente influyente, ha dejado una huella duradera en el imaginario colectivo y en la cultura popular mexicana.
En contraste, autoras como Elena Garro, Rosario Castellanos, Carmen Boullosa, Sandra Cypess, Laura Esquivel y Gloria Anzaldúa han contribuido a resignificar a La Malinche desde perspectivas feministas, literarias y decoloniales. La Malinche pasa entonces de ser un estigma a convertirse en un espacio simbólico de diálogo intercultural, resistencia y reapropiación identitaria.
Una de las representaciones más poderosas y sugerentes de Malintzin en la literatura mexicana contemporánea es el cuento La culpa es de los tlaxcaltecas (1964), de Elena Garro. La protagonista, Laura, vive en el siglo XX y está casada con un hombre burgués mexicano. Sin embargo, mantiene un vínculo temporal y emocional con un guerrero indígena del siglo XVI, a quien ama y al que parece traicionar.
Laura encarna a la Malinche como trasunto: es una mujer escindida entre dos tiempos, dos lealtades, dos mundos. El título del cuento invierte la lógica histórica oficial: no es Malintzin la culpable de la caída de Tenochtitlan, sino los tlaxcaltecas, aliados indígenas de los españoles. Con ello, Garro propone una relectura radical de la historia, en la que las mujeres no son responsables del trauma fundacional, sino víctimas de estructuras patriarcales y coloniales. Laura/Malinche, al recordar constantemente a su amante indígena y revivir la historia desde una posición afectiva, desestabiliza la lógica patriarcal que la acusa. El cuento introduce la idea de que la historia no es un relato lineal y cerrado, sino un campo de temporalidades en disputa, donde los sujetos desplazados pueden reaparecer como fantasmas que exigen justicia y memoria.
Garro ofrece así una Malinche polifónica, transhistórica, profundamente humana, víctima de múltiples opresiones, pero también agente de su propia conciencia. La literatura se convierte en herramienta para decir lo que la historia oficial silencia.
En Borderlands / La Frontera (1987), Gloria Anzaldúa afirma: “Malintzin fue víctima, no traidora. Fue puente entre culturas, intérprete de dos mundos. Nuestra cultura la maldice porque sirvió de mediadora, pero sin ella no hay nacimiento del mestizaje” (Anzaldúa, 1987, p. 105). Anzaldúa convierte a la Malinche en símbolo de la mujer chicana que se mueve entre fronteras culturales y lingüísticas. De figura pasiva, pasa a ser puente, mediadora, creadora de un nuevo sujeto cultural híbrido. Asimismo, Sandra Cypess, en su estudio La Malinche in Mexican Literature: From History to Myth (1991), traza el desarrollo de la figura malinchista desde las crónicas hasta la literatura del siglo XX, demostrando cómo Malintzin ha sido constantemente moldeada por los intereses ideológicos de cada época.
La figura de Malintzin ha sido, desde los tiempos de la conquista, un espejo donde México proyecta sus miedos, sus orígenes y sus contradicciones. En Bernal Díaz del Castillo encontramos una primera representación como mujer noble e intérprete eficaz, sin connotaciones negativas. En el siglo XX, esta imagen se vuelve un campo de batalla simbólico. Elena Garro, a través de la ficción, reivindica a Malintzin como sujeto desgarrado pero consciente, inocente ante la historia patriarcal que la condena. Entre la crónica y el cuento, entre la historia y la literatura, la Malinche emerge como figura en disputa, síntesis trágica del mestizaje, pero también promesa de una nueva lectura desde el cuerpo, el afecto y la palabra recuperada.